Los debates pendientes en la
sociedad Argentina permanecen en la lista de espera hasta que de repente algo,
no importa su naturaleza, los trae de zopetón y terminan forzando análisis con
los diarios del día después.
No menos cierto es también, el
hecho de que resultan muy pocas y escasas las voces que en soledad exigen durante el interín respuestas de una sociedad, que tiene más habilidad para
reclamar que para comprometerse. Y éste es el caso de la muerte digna. El
martes 8 de julio de 2015 a las
18.15hrs, Marcelo Diez moría en un Hospital de Neuquén, horas antes la Suprema
Corte de Justicia había reconocido el derecho de sus familiares a solicitar una
muerte digna para quien llevaba más de 20 años internado en estado vegetativo,
es decir, sin que su cuerpo pudiera dar al menos una señal de vida, de
esperanzas de recuperación. El pedido inicial se había hecho en 2009.
Nuevamente el pronunciamiento llegó tarde, pero la muerte de Marcelo Diez
aunque desgraciada, permitirá dar valoraciones distintas a los debates
pendientes que demandan más sensibilidad que fanatismo.
En 1998 Ramón Sampedro, decidió
terminar con su vida luego de 28 años y 5 meses de estar postrado en una cama,
cuadripléjico, en su lecho de muerte preguntaba a quienes se habían opuesto a
su pedido de eutanasia el significado que ellos le daban a su palabra
“dignidad”, respondiendo de inmediato que para él vivir siendo asistido en
absolutamente todo no era vida digna. Y por supuesto es menester aclarar, que
aunque existen diferencias conceptuales entre muerte digna y eutanasia, la
complejidad de las decisiones frente a cada una de las opciones no difieren
mucho.
No han faltado las voces que
asimilan ambos conceptos al de suicidio. Y ése es otro aparte. Son muy diversas
las valoraciones que se han hecho a lo largo de la historia sobre el suicidio,
que van desde el heroísmo y dignidad del Samurai, a la cobardía del que se ve
arrinconado por sus culpas, en el medio un millar mas. Todo en un análisis
cercano a la realidad nos obliga a comprender, que cualquier decisión que se
tome respecto a la vida ha de ser sin dudas la más difícil que una persona
pueda tomar. Pero no se trata de un suicidio justamente esto de lo que
hablamos, la muerte digna.
Frente al diagnóstico de una
muerte segura, hay todo un mundo que se activa. La familia, con esperanzas
iniciales, se aferra a la idea de que el milagro suceda, luego las esperanzas
se van perdiendo y posteriormente llega la resignación de eso que algún comité
de bioética había dicho suceda, es decir, la imposibilidad de recuperación. Por
otra parte, desde una óptica mas materialista que humanitaria, el sistema de
salud destina gran parte de sus recursos a mantener con signos vitales a una
persona cuyas posibilidades de recuperación son prácticamente nulas. Y por
último la persona enferma, quien seguramente es la primera esperanzada en la
recuperación al menos en aquellos pacientes que se encuentran conscientes al
momento del diagnóstico, hay un sinfín de sentimientos que lo envuelven. ¿Es
vida la vida cuando se depende de los demás para todo lo que uno mismo debería
hacer? ¿Es la vida solamente funciones vitales?
Tan lento funciona el sistema,
que la vida de Marcelo Diez se apagó naturalmente luego de 20 años de agonía, y
horas después de que un fallo de la Corte Suprema reconociera su derecho a
morir dignamente. La sociedad que reclama pero que no se compromete habrá de
enfrentarse a un nuevo desafío, el de romper los prejuicios que implican pensar
que la vida es sólo la exteriorización de signos vitales sin importar que tan
grande sea el sufrimiento de la persona.
Carlos Nahuel Ibazeta
Abogado
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